BAJO LA SOMBRA DE UN MENTIRA. Capítulo XII

- Es muy fácil, querida. Tú ya no tienes trabajo y este invierno el reuma me ha dejado los huesos menos útiles de lo que yo quisiera. Pero sé que los años no  pasan en balde, y me vendría bien un poco de ayuda. Y la verdad, contigo me encuentro cómoda. No tienes por qué responderme ahora. Puedes  pensártelo. Ahora, decidas lo que decidas, me encanta charlar contigo todos los días- la mujer cogió cariñosamente las manos de Lucía entre las suyas, dándose cuenta de la tierra que aún quedaba entre sus uñas- ¡Dios mío, Lucía! Pasa y lávate las manos.
Lucía entró en aquella casa por primera vez observando cada detalle. Las puertas de las estancias estaban abiertas completamente. En un pequeño cuarto había un lavabo con una jarra de porcelana con agua, un amplio espejo sobre la pared y un toallero de pie, de madera, con una toalla con unas iniciales finamente bordadas. Un jabón oloroso a jazmín que Lucía depositó sobre una jabonera de porcelana blanca con finas flores azules pintadas, de donde la había cogido anteriormente. Doña Angustias tenía algo parecido en su alcoba. Pero aquél jabón.... Mandaría que se lo trajeran de la capital, pues ni siquiera debían venderle en el comercio del pueblo de al lado. Secó sus manos depositando cuidadosamente la toalla y salió del pequeño cuarto, volviendo por el pequeño pasillo revisando disimulada y rápidamente lo que pudo de las habitaciones abiertas. Doña Clotilde daba vuelta al contenido de un pequeño puchero que había sobre una cocina de leña. Lucía se percibió de la finura del azulejo de la trébede y de la pared de la cocina, el resto de las paredes tenían un suave color azul grisáceo.
- ¿Te lavaste ya las manos?
- Sí, gracias. Debo irme. Seguro que mi abuelo está esperándome para comer.
- Muy bien Lucía. Nos veremos más tarde.
Antes de bajar los dos peldaños del pequeño porche, Lucía se volvió y mirando a doña Clotilde la dijo:
- Acepto su trato. Trabajaré para usted- y mirando a su alrededor volvió a decir- creo que en ningún sitio trabajaré más a gusto que aquí.
Mientras Lucía regresaba a su casa, cerrando tras de sí la puerta de la verja, la anciana mujer sonreía mientras decía para sí:
- Yo también lo creo, Lucía.
Lucía abrió el portón de su casa y sorprendió a su abuelo colocando los platos con los cubiertos sobre la mesa.
- ¿Ya diste tu paseo?- la dijo al verla entrar en la cocina.
- Sí, por cierto, abuelo. Doña Clotilde me mandó traerla tierra de las toperas y como me vio las manos algo sucias porque no llevé nada para cogerla, me mandó entrar a lavármelas. Jamás había entrado en aquella casa. Tiene un cuarto pequeño, sólo para el aseo, todo es de porcelana y un jabón de jazmín que seguro lo compra en la capital. Los muebles de las habitaciones son delicados, lo poco que pude ver y lo mismo los azulejos que tiene en la cocina. Abuelo, ¿quién es doña Clotilde? Lo que hay en esa casa, son cosas que cuestan dinero y no están al alcance de cualquiera. ¿Tú sabes algo? Me ha ofrecido que trabaje para ella, pues se ha enterado que me ha dado puerta doña Angustias. Y le he dicho que sí.
Lucía se quedó mirando a su abuelo que ponía el puchero de la comida sobre la mesa.
- Abuelo, ¿has escuchado algo de lo que te he dicho?
- Sí, Lucía. Estarás muy bien con doña Clotilde. En cualquier lugar mejor que con esa bruja. Además, así estarás aquí, al lado de casa y yo estaré más tranquilo. Ahora siéntate y come, antes de que se enfríe.
Matías, no quería que su nieta le siguiera interrogando, si iba a trabajar allí, tiempo tendría que algún día supiera la verdad, probablemente ella se lo contaría. Él, al recordar, sintió que el corazón se le aceleraba igual que aquél día hace cuarenta y cinco años cuando llegó de lejos en un lujoso carruaje una fina muchacha de ciudad. Días antes un vistoso señor de negro con un extraño maletín había pagado buenos reales por la casa del porche, preguntándose las gentes quién sería su nuevo propietario. Cuando Clotilde bajó de aquél carruaje con aquél elegante abrigo azul y su discreto sombrero y Matías, que por entonces era un joven zagal, la vio descender de él con aquel porte tan elegante, fue como si el corazón se le fuera a salir del pecho; sostenía una limosnera entre   unas manos enfundadas en unos guantes de piel, mientras de pie, frente a la verja contemplaba lo que a partir de aquél instante iba a ser su nuevo hogar.

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