EL PRÍNCIPE ENCANTANDO

Hace muchos, muchos años, en un lejano país, había un reino en el que vivía un rey con su esposa, la reina, y su hijo, el príncipe. El joven príncipe era un aventurero y no le gustaban para nada las obligaciones de palacio. Se pasaba el día escapándose con su caballo recorriendo los parajes del reino y regresaba al caer de la tarde. Su padre, el rey, siempre le decía que tenía que atender sus obligaciones de palacio y aprender así a ser un día un buen rey. Pero al joven príncipe sólo le gustaba coger su caballo y cabalgar y cabalgar...una vez aquí..y otra vez allá. Llegaba hasta lugares inhóspitos de los que estaba seguro, que ni siquiera su padre sabía que existían.
En el reino todo era dicha, había abundantes cosechas y el pueblo vivía contento con su rey y con su forma de gobernar, pues nadie pasaba hambre y todo el mundo era dichoso.
Un día, en aquél palacio, se preparaban unos festejos para celebrar la fiesta anual del reino. Todo fue adornado con guirnaldas de flores y por el patio del palacio se colocaron mesas con suculentas comidas y bebidas para que todos los miembros del reino, sin olvidar a nadie, disfrutaran del festejo.
Aquél día, el joven príncipe se engalanó con sus mejores galas y acompañó a sus padres en el balcón del palacio para dar la bienvenida a todos los presentes. Pero a medida que pasaba el tiempo, el joven príncipe se aburría más y más y echaba de menos sus escapadas a caballo. Así que, en un momento en que vio que todo el mundo estaba tan absorto en la fiesta comiendo, bebiendo y bailando, salió sin que nadie le viera. 

Dejó su capa tirada en el suelo de uno de los pasillos del castillo y cogió su caballo, saliendo raudo y galopando tan rápido, tan rápido, sin rumbo fijo que solo se detuvo cuando vio que tanto él como su caballo estaban muy cansados de tanto galopar.

Era tanto lo que había recorrido, que cuando miró hacia atrás se dio cuenta que ni siquiera se veían las torres del castillo. Se bajó de su caballo y dejó que éste bebiera hasta saciarse en un arroyo que había cerca. El joven príncipe, se tumbó junto a la orilla y miró al cielo viendo como pasaban las nubes. Cuando se cansó de estar allí tumbado, volvió a coger su caballo galopando de nuevo sin saber dónde se dirigía.
Llegó hasta un bosque que no había visto nunca. Los árboles que allí había eran tan altos que apenas se divisaba nada. Absorto por su curiosidad de aquél extraño lugar se adentró dentro del bosque. A medida que avanzaba con su caballo oía unas voces que salían de los árboles y que le llevaban cada vez más y más adentro del bosque. Un aire extraño, agitó las ramas mientras éstas se unían cerrando el camino que iba quedando atrás. El joven príncipe, se dio cuenta que ya no podía volver por el camino que había venido.
Intentó salir de aquél bosque, pero sus pies se agarraron a la tierra, quiso seguir andando pero no pudo. Sintió como sus piernas se iban convirtiendo en un pequeño árbol y sus brazos eran ramas que se extendían agitadas por aquél viento que susurraba una canción en el aire. 

Cuando se dio cuenta que se había convertido en árbol, sus ojos, dibujados en el tronco, lloraron y lloraron, dejando caer las lágrimas que resbalaban por la corteza del mismo. Supo que ya nunca más volvería a su reino. Pensó en sus padres, y en que ya no les volvería a ver y lloró y lloró....
En el palacio, el rey, organizó su ejército y ordenó que recorrieran el reino buscando al joven príncipe.. Pero pasaron los años y los años, y los reyes esperaron mirando por las ventanas más altas del palacio ver aparecer el caballo con el príncipe, hasta que se hicieron muy viejecitos.  Pero el príncipe no regresó nunca.
Era tanta la pena que tenían que dejaron de gobernar a su pueblo y todo quedó tan abandonado que las malas hierbas se adueñaron del castillo cubriéndolo todo. Las gentes del reino empezaron a pasar hambre porque era tal la tristeza que todo lo envolvía, que ya ni los campos ni los árboles daban frutos. Poco a poco se fueron secando algunas aguas de los manantiales y cada vez tenían que ir más y más lejos buscando agua y alguna tierra que les pudiera dar algo de comida.
Un día, la hija pequeña de unos campesinos había cogido su cesta como todos los días y antes de salir por la puerta les dijo a sus padres:
- No os preocupéis, seguro que hoy podré traer algo que todos podréis llevaros a la boca. Cogeré otro sendero y encontraré algún árbol que dé ricas manzanas.
-Ten cuidado- le dijo su madre.- No te alejes mucho. Y si escuchas la canción del viento, regresa. Esa es la llamada del bosque  el cesto en la mano y cogió uno de los senderos que había cerca de allí. Anduvo y anduvo tanto, que estaba tan cansada que se sentó junto a la orilla de un arroyo que llevaba un agua clara. Bebió y se tumbó a descansar. Cuando creyó que ya había descansado bastante, volvió a coger su cesta y siguió por el mismo camino. Cerca vio un bosque lleno de árboles del que de sus ramas colgaban frutos apetitosos de diferentes colores. Un suave música se oyó en el aire, el viento mecía una bella melodía. La niña, hechizada por la música, se adentró cogiendo de cada rama aquellos apetitosos frutos que iba metiendo en su cesta. Metía y metía y la cesta nunca se llenaba. Se acordaba de sus padres y de lo contentos que se pondrían cuando la vieran llegar con la cesta llena de comida.
El aire llevaba aquella melodía por todo el bosque y la niña no se daba cuenta que cada vez se adentraba más y más, y que el camino por el que había venido se iba cerrando sin poder volver por él. De pronto, oyó el lamento de una voz que salía de un árbol joven:
- ¿Quién llora? -preguntó- ¿Hay alguien ahí?
- Soy yo -dijo una voz.
No vio a nadie. Sólo vio unos ojos dibujados en el árbol que lloraban resbalando las lágrimas por la corteza del tronco.
- No te acerques -le dijo-. El bosque está encantado y tú quedarás presa en él igual que yo hace ya mucho tiempo.
- ¿Cómo te pasó esto? -le preguntó.
- Hace ya tantos años, que ni siquiera me acuerdo. Me gustaba cabalgar con mi caballo pero no cumplir con mis obligaciones y prefería que mi padre u otros las hicieran por mí. Siempre que podía, me escapaba sin cumplir con mis tareas. Aquél día, se celebraba una fiesta en palacio y en sus alrededores, pero aún así, decidí salir con mi caballo como hacía todos los días. Cabalgué y cabalgué hasta que llegué hasta éste bosque. Oí una suave melodía que salía de él y que me traía el viento. Pero cuanto más me adentraba en él, menos me daba cuenta que el camino de vuelta se cerraba y que sus ramas me envolvían hasta que sentí que mis pies se agarraban al suelo y ya no podía andar. Mis piernas se convirtieron en tronco y mi cuerpo se transformó en árbol. No sé qué habrá sido de mis padres. Pienso que habrán muerto de pena al ver que yo no regresé jamás.
- ¿Y tú? ¿Por qué has llegado hasta aquí?
- Yo buscaba comida para mi familia, somos muy pobres y salgo todos los días con mi cesta esperando regresar con alguna fruta. Hace muchos años, que el reino se cubrió de una pena muy grande y desde entonces los arroyos apenas dan agua y a las tierras las cubren unas malas hierbas que no dejan cultivar nada. Llegué hasta aquí al ver que de las ramas de estos árboles colgaban unas frutas muy suculentas y apetitosas. Pensé que llenaría mi cesta y mis padres se pondrían muy contentos cuando me vieran regresar a casa con tanta comida.
El joven príncipe lloró y lloró al acordarse de sus padres y al pensar que si hubiera sido responsable, tal vez, aquello no hubiera sucedido. Las lágrimas eran tantas y tan gordas, que mojaban la corteza del árbol, resbalando por ésta como hilos de agua. 

La niña, contagiada por la pena del joven príncipe. se sentó junto a su tronco y rodeándole con sus pequeños brazos, lloró con él. Las lágrimas de la niña se fundieron con las que caían por la corteza del árbol. Juntos lloraron, príncipe y niña, sin darse cuenta que sus lágrimas unidas, iban rompiendo el hechizo del bosque y que el joven príncipe, poco a poco, iba dejando de ser un joven árbol. Sorprendido, al sentir que sus pies y sus piernas ya no eran una dura madera, dejó de llorar abriendo los ojos tanto, tanto, que no podía creer lo que estaba viendo. ¡Ya no era un árbol! Los árboles de aquél bosque encantado dejaban de ser ramas y troncos. En su lugar, iban apareciendo hombres, mujeres y niños de diferentes edades. Entendió, que todos habían sufrido el mismo encantamiento que él. Unos y otros se miraban y miraban su cuerpo, sus pies, sus brazos, sus piernas... Al final, apartado, casi en el fondo del bosque, había un gran árbol con un ancho tronco y el más alto de todos, poco a poco se fue transformando en una vieja y horrenda bruja, con una joroba y una nariz pronunciada de la que sobresalía una verruga llena de pelos. Delgaducha y con mirada maligna, contempló llena de rabia como el encantamiento al que había sometido aquél lugar durante tantos años, había desaparecido.
Todos dieron las gracias al príncipe y a la niña por haberles librado de haber sido árboles por los siglos de los siglos y volviéndose hacia la bruja, se lanzaron sobre ella hasta que no quedaron ni sus viejos ropajes. Dicen que huyó tan lejos, tan lejos, que nunca se volvió a saber de ella ni de ningún bosque del que saliera una bella melodía.
Todos regresaron a sus casas y el joven príncipe a su palacio. Cuentan, que a partir de aquél día, fue el más leal y servidor de su pueblo, que cumplió con todas sus obligaciones y que fue súper, súper responsable.

Y COLORÍN, COLORADO, ÉSTE CUENTO... SE HA ACABADO.

FIN

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