A CUESTAS CON LOS NERVIOS DE MI AMIGA EN LA MALETA

—¿Lo tienes todo? ¿Estás segura?
Es la cuarta vez que me llama. El problema es que cada vez que lo hace, cuando colgamos dejo el móvil en cualquier sitio y soy como una peonza dando vueltas buscándolo cuando vuelve a sonar. No solo eso, Marta es peor que una madre cargante, insistente en que no te dejes nada y olvidándose que esa persecución continua puede llevarte a eso precisamente, a que te acabes olvidando aquello que ibas a buscar cuando el soniquete de su voz suena tras tu nuca cual zumbido de mosca de carne revoloteando tras tuyo.
—Si dejas de llamarme, puedo llegar a tenerlo todo. Tus interminables llamadas van a provocar que al final olvide algo.
Le contesto intentando no parecer borde, pero el tono de mi voz, algo irritante ya, empieza a manifestar el mal humor que se me va anidando. Aunque no era mi intención, me doy cuenta que cualquiera que me oiga, no necesita adivinar que empiezo a estar cabreada. Sé que a Marta le va a dar igual, son tantos los años que nos conocemos que se permite la licencia de abordar mi intimidad, soltar lo primero que le viene a la cabeza y luego marcharse sin más, dándole igual un gruñido, enfado o indiferencia. Más de una vez le he llegado a decir que se toma demasiadas confianzas y se adjudica licencias que no le competen, con lo cual no se extrañe que algún día salga escaldada porque nadie tiene el aguante que yo tengo.  «—Me da exactamente igual —me contesta encongiéndose de hombros—, hay personas que es mejor abrirlas los ojos porque son cegatas perdidas». Cualquier otro entraría en una dialéctica con ella, llegando a una discusión de «toma y daca», de esas que no tienen fin. Yo hace tiempo que dejé de hacerlo. Cuando llega a esa situación, opto por apagar el móvil y ya está. Lo siento por mi madre porque es como si se lo oliese, siempre decide llamar en esas ocasiones. «Vaya, hija —me dice cuando suele dar conmigo—, cualquiera diría que no quieres hablar conmigo. Siempre que te llamo tienes el móvil apagado». « Que no es por ti, mamá, —intento explicarle— es por Marta. Resulta a veces tan cargante que es la única forma de escaparme algún rato de ella».
—¿Me estás escuchando? —Me he olvidado por unos instantes que Marta seguía al otro lado de la línea del teléfono?
—Sí —le contesto sin dar pie a más. Lo único que deseo es que acabe ya y así poder seguir haciendo mi maleta.
—Que metas el foulard rosa jaspeado que te trajo tu madre de París. Me he comprado un vestido divino para las noches, que me vuelvo loca por enseñarte, y si refresca, me va a venir de perlas.
Me había olvidado que Marta hace su maleta y la mía a la vez, diciéndome lo que tengo que meter, pues usa mi ropa a su antojo. Cualquier otra la hubiese mandado a paseo hace tiempo argumentado que es de esas amistades asfixiantes peor que una lapa. En mi caso, sigo ahí, con ella. Somos de esas amigas que compartíamos pañuelos en la guardería, que se cogieron de la mano en su primer día de colegio y compartieron pupitre hasta el instituto. Allí, el orden de lista por apellidos, hizo que cada una se tuviese que sentar en una punta de la clase. Fuimos a la universidad, pero elegimos carreras diferentes. «Gracias a Dios —fue el primer comentario de mi madre—. Sois peor que Pili y Mili». Marta pasó de ejercer de profesora cuando finalizó sus estudios de Magisterio para montar una tienda de ropa infantil. Es tal su labia y su mareo verbal, que es imposible que ningún cliente salga sin nada de su tienda. Yo opté por la abogacía y tras mis primeros años como abogada de turno,  pude hacerme una imagen y entré a trabajar en un bufete de abogados.
Mis días de vacaciones son generalmente en agosto, ya que es la época en la que todo se cierra, pero Marta dice que es su mejor época, ya que las rebajas están en auge y las mamás aprovechan a hacer las compras a sus retoños de prendas que les valgan al año que viene. Aún así, se las ha ingeniado para que su madre y su tía soltera que vive con ellas, se puedan quedar unos días a cargo del negocio. «¡No me pierdo estas vacaciones por nada del mundo! —Repetía insistentemente— ¡El Caribe! ¡Flipa lo bien que lo vamos a pasar!». Creo que ya desde el segundo día que hicimos las reservas en la agencia de viajes, he empezado a arrepentirme de haber organizado el viaje conjuntamente. Lo peor se agravó cuando nos entregaron los billetes. «¡No los pierdas!¡Sería horrible si los perdieses!» Vuelvo a la realidad y descubro que sigue al otro lado del teléfono, no sé cuánto, hasta que oigo mi nombre a gritos.
—Perdona —le respondo buscando una excusa rápidamente en mi cabeza—. Tuve que salir al baño. Ya estoy de vuelta. ¿Qué me decías?
—Los billetes, ¡ah! Y será mejor que cojas un taxi y luego pases por mi casa recogerme.  Ya sabes que tenemos que estar en el aeropuerto dos horas antes.
—Sí, ya lo sé —le contesto—. Te cuelgo que le prometí a mi madre que la llamaría.
—Dale un beso de mi parte y dila que no se...
—Marta —decido cortarla subiendo el tono de mi voz.
—Disculpa, ya cuelgo.
No voy a llamar a mi madre. No recuerdo dónde he guardado los billetes y decido empezar a buscarlos desesperadamente. Recorro la casa como un perro que busca su presa creyendo que su olfato va a ser su guía infalible. Al cabo de quince minutos empiezo a desesperarme. He abierto los cajones del salón, la cocina, el mueble de la entrada, he mirado hasta en los de mi habitación revolviendo jerséis, camisetas y hasta la ropa interior. Noto mi desesperación y que el pulso se me acelera por minutos. Cuanto más intento pensar, mi mente se queda en estado de bloqueo. No consigo recordar los momentos posteriores a cuando salimos de la agencia con los billetes, tan solo rebotan en mi cabeza las palabras de Marta, «guárdalos tú que seguro que no los pierdes. ¡Ya sabes los despistada que soy yo!»





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