BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA

La noche de San Juan transcurría apacible entre los lugareños que se habían acercado hasta el prado de las afueras del pueblo, donde un montón de leños diestramente apilados ardían humeantes, calentando las carnes de todo aquél que se atrevía a acercarse más de lo debido. Los grupos se arremolinaban en conversaciones unos más y otros menos, cerca de la fogata. Los niños, correteaban por el prado, contagiados del alborozo de la noche y emocionados por la demora en la hora de aposentar sus pequeños cuerpos en sus alcobas. Los mozuelos y mozuelas, en edad de conquista, se sentaban en círculos riendo entre ellos y romeando con miradas y sonrisas, deseando que aquella noche, las meigas hicieran doblegar el corazón de algún amor imposible. Bien era sabido que la noche de San Juan siempre tuvo algo de mágica, entre real o quimera, por eso cuando la fogata llegaba a su fin, los deseos escritos sobre papel se lanzaban a las brasas esperando que las cenizas de los mismos volaran hacia el lugar donde estos se cumplían y no se quedaran allí, apegados a las brasas, arraigados a la tierra, destrozando ilusiones y esperanzas, viendo como se desvanecían aquellos castillos en el aire que habían ido creciendo en su imaginación días antes de la fiesta. Aún así, los más esperanzadores tenían las miras puestas en el año siguiente, si aún no habían hecho ninguna conquista.
Diego y Lucía no hacía mucho que llevaban en el prado, aunque era un día de fiesta, ambos habían dedicado parte del día a sus faenas, los campos no sabían de folclores y romerías y aunque se dejara algo de faena para el día siguiente, por ser el día que era, siempre había algo que hacer. Para Lucía había sido un día tranquilo, doña Clotilde prefirió disfrutar de su compañía, y aunque la casa no daba mucho menester de trabajo, "poco la puedo manchar yo, querida...", solía decirla, últimamente se dedicaba más al cuidado del jardín y de las flores, aquél lugar había sido un refugio para aquella anciana, un cofre en el que había ido guardando recuerdos de un pasado con cada golpe de azada sobre aquella tierra.
 Lucía sabía que su abuelo conocía más de lo que contaba, las casas estaban demasiado cerca y el pueblo era demasiado pequeño como para que los secretos se pudieran guardar de manera profunda, cosa aparte era que no se quisieran recordar, pero allí, en el interior de aquella casa, los finos azulejos, la belleza de la talla de las maderas de los muebles y la delicadeza de las telas, no, aquello no era el interior de cualquier casa del pueblo donde la vida se hacía en la cocina junto a la hornacha y en las alcobas apenas una cama y una mesilla, algún arcón donde guardar las ropas y poco más. Era muy joven, pero sabía bien cuando se debían hacer preguntas, las suficientes cuando fuera necesario, por eso sabía cuán importante era para aquella dulce anciana su jardín y sus flores, por ello lo atendía y lo mimaba como ella lo hacía antes de empezar a notar que sus articulaciones ya no la respondían como ella hubiera querido.

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