BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA Capítulo V

Doña Claudia, apoyándose en su bastón, bajaba lentamente la calle del pueblo, cuando vio a Diego sentado en la piedra de la puerta de su casa. El muchacho tenía entre sus manos una vara de avellano que tallaba finamente con una navaja pequeña. La mujer sintió una ligera pena al ver al joven, pues sabía que no era santa de su devoción desde que recomendó a Marina para aquél trabajo de la ciudad. Era como si ella fuera la causante de que ellos se separaran y ya no se volvieran a ver. Hacía ya un mes escaso que Marina se había ido, y en el rostro del muchacho se había quedado una amargura desde entonces. Se le veía con la mirada perdida, partiendo con rabia la leña, o cabalgando al galope por las laderas de las afueras del pueblo.
El joven era buen chaval  y aunque no lo decía, se le veía en sus gestos que maldecía su suerte, primero fue su madre quien se fue, el único ser que le había dado cariño, después la mala suerte de no poder ir a la capital a seguir con sus estudios y ahora... era Marina, aquél sueño de juventud se había ido lo mismo que se va la nieve del invierno cuando ya el sol calienta. En ella había puesto sus ilusiones, sus esperanzas del mañana...
Doña Claudia, se acercó lentamente a su lado.
- Buenas tardes, Diego.
- Buenas tardes.
- Siempre se te dio bien hacer cosas con las manos, aún me acuerdo cuando de niño intentaste hacer un caballo de madera, y no te quedó nada mal...
- Teniendo en cuenta que fue su difunto marido quien lo hizo.
Doña Claudia, al oír la respuesta seca y fría de Diego, entendió que el muchacho estaba más dolido de lo que ella creía. Así, que con su voz amable y dulce intentó suavizar el ambiente distante y frío que Diego marcaba en aquella conversación.
- Bueno, pero tú lo empezaste y no lo hiciste mal.
Marquitos, el pequeño pelirrojo, hijo de Angustias, bajaba corriendo la calle, como alma que lleva el diablo.
- Marquitos, hijo- ¿Dónde vas tan corriendo?- le preguntó Doña Claudia. Y Marquitos con la respiración agitada por la carrera traída le dijo:
- Vienen lo titiriteros, los titiriteros vienen.
Diego, que había dejado de tallar la vara, se quedó mirando al pequeño que corría calle abajo mientras seguía gritando:
- ¡Que vienen los titiriteros...!
- ¡Dios mío!- dijo Doña Claudia- hace tantos años que no venían al pueblo un circo ambulante así. No sé si te acordarás tú, Diego, o era muy pequeño.
- Sí me acuerdo, y me acuerdo como si fuera ayer.
Claro que se acordaba. Fue el día que conoció a Marina, el día que la vio por primera vez antes de que bajara a la escuela después del verano.
Aquél día habían llegado al pueblo una familia de gitanos ambulantes cargados con un carromato tirado por una mula y llevando con ellos un pero y una cabra. Jamás habían visto algo igual. Aquél carro pintado de vivos colores y con unas llamativas cortinas en la parte de atrás, de donde colgaban algunos clavos con cacerolas y cacillos. Una mula vieja, un matrimonio con un hijo pequeño y una hija, un perro blanco y una cabra era toda la troupe. Se aposentaron en uno de los prados a la entrada junto al río, y por la noche, después de hablar con el alcalde y obtener su permiso, montaron su número en la plaza del pueblo.

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