BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA Capítulo VIII

Aquella mañana de otoño el sol había amanecido adueñándose del cielo. Las nubes se habían tomado su descanso dejando que los rayos del sol calentaran los rostros de los labriegos, que sentados a las puertas de sus casas, descansaban de la faena semanal, aquella mañana de domingo. Aseados y con sus ropas limpias aguardaban la hora en la que Don Nicolás diera orden a los monaguillos de que subieran al campanario para tocar las campanas, señal ésta que el pueblo entendía como la llamada para la santa misa del domingo. El pobre cura estaba ya entrado en años y las piernas tiraban de su cuerpo a remolque, aún así, el hombre cumplía con su obligación de cada día. El resto del día solía emplearlo en visitar a los enfermos o como bien decía el tío Matías, en meterse donde nadie le llama... "los curas a la Iglesia, que ya bastante tiene cada cuál con lo suyo como para que ahora venga el cura a decir qué puchero hay que poner en cada hornacha..." No era pueblo de caciques, más bien de gentes sencillas y trabajadoras donde si podían bien se echaban una mano. Ni siquiera Don Julián, el alcalde del pueblo, se entrometía en vaivenes, el hombre llevaba los papeles y gestiones de una viuda, tiempo antes lo hizo cuando el esposo de ésta vivía, del pueblo de  al lado. La mujer, regentaba las propiedades que había heredado de sus padres y que su marido, dicho en el trabajo y tacaño como pocos, había triplicado durante el tiempo que duró su matrimonio.
Cuando don Nicolás, salía de la casa parroquial donde vivía, vio al tío Matías sentado en el banco de piedra que rodeaba el nogal de la plaza del pueblo:
- ¡Qué...! - le espetó a éste- ahí estás bien ¿eh?
- Digo yo que no hago mal a nadie.
- No, si yo no digo que hagas mal a nadie, pero tampoco harás mal si te viera luego en misa.
- Creo que no tenga queja, raramente he faltado algún domingo a sus oficios.
- Ya, pero al rosario también podrías venir alguna vez...
- No pida tanto, Don Nicolás, que como tense mucho la cuerda igual no me ve ni los domingos en su misa.
- No te enojes Matías, hombre, no te enojes, entiende que uno no pierda ocasión, ya sabes que el cura siempre está para llamar a la puerta de sus filigreses y cuantos más la abran, mejor.
- Lo malo es que ustedes los curas muchas veces se meten sin llamar.
Don Nicolás, que no era tonto, prefirió dejar la conversación con el tío Matías, pues sabía que éste no solía errar en sus palabras.
Las mujeres del pueblo, envueltas en sus pañoletas, iban acercándose a la Iglesia, los hombres esperaban al último toque haciendo corrillos en la plaza, a la puerta del arco central, pocos eran los que no acudían al oficio del domingo. 
Alguno que otro se escaqueaba de tal menester, bien porque no creyera en el Dios que predicaba Don Nicolás, bien porque prefería excusarse en sus menesteres. Diego era uno de ellos. Era más creyente de la tierra que del cielo, para él, poco tenía que agradecerle al Dios omnipotente. No quería entrar en polémicas con nadie y jamás discutía con Don Nicolás sobre la Iglesia, la misa y las ventajas de creer en un Dios. Un buen día decidió no volver a pisar la Iglesia y punto, no recuerda si aquél hecho iba unido a cuando tuvo que renunciar a irse a estudiar fuera, o cuando fue... Alguna vez acudía para complacer a su madre, no le gustaba verla disgustada, si ella era feliz, él también lo era, tiempo después acompañó alguna vez a Marina hasta que decidió esperarla fuera al final de los oficios. Le gustaba verla aparecer entre las mozas a la salida de la Iglesia, se le iluminaba el rostro cuando la veía, su mirada brillaba y una leve sonrisa aparecía en sus labios. ¡Siempre estaba tan bonita! No, no lo estaba. Era bonita. Ella le miraba y se despedía de las chicas, se acercaba a él y juntos se alejaban a pasear por la ribera del río. Allí, en el árbol de cuando eran niños tenían sus nombres grabados, allí la dio el primer beso, allí se sentaban y hablaban del día a día y de sus sueños.


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