UNA TAZA DE CHOCOLATE

El llanto que salía del cochecito de bebé, distrajo su atención. Hasta ese instante no se percató de cuánto llevaba andando, había regresado a la realidad igual que un sonámbulo de su despertar. El niño lloraba de forma insistente buscando en cada uno de aquellos gemidos guturales, la atención de una madre, absorta en una dialéctica a través de aquél minúsculo dispositivo portátil, adherido a la oreja y sujetado por su mano derecha, mientras que con la izquierda, manejaba el manillar del coche.
El pequeño, girado sobre su cintura, apuntaba con su pequeña mano mirando como se alejaba el motivo de su llanto.
Ella se giró hacia atrás, buscando en la mirada del pequeño, aquello que indicaba con tanta desazón. Vio el chupete caído en el suelo, esquivado por los transeúntes, sin pensarlo, desanduvo los apenas cinco pasos y lo recogió regresando con paso acelerado hasta el pequeño, que quizás, en su hecho, había visto un halo de esperanza. Sonrió al ver su mirada de gozo y el ansia con el que succionaba aquel pequeño artilugio que calmó su llanto como mano de santo. Correspondió con otra sonrisa a una madre que agradeció sonriendo su acción, sin dejar el portátil ni la conversación, quien ni siquiera se había percatado de lo que en realidad había sucedido.
Se quedó parada y apartó de si unos pensamientos que al fin y al cabo, tan solo formaban parte de un suceso inesperado. Las calles, aquella tarde de jueves, estaban más aglomeradas que en otras ocasiones. Sería por la proximidad de las fiestas navideñas. No llevaba premura, así que no tenía problema en chocarse con algún viandante cargado de prisas. Era como si el tiempo estuviera milimetrado. La soledad en la que llevaba viviendo tantos años la acomodaban a un horario sin condiciones.



Atravesó el arco y llegó a la plaza. Al fondo, cerca de una de las bocacalles, la chocolatería de siempre había colocado un par de estufas estratégicamente entre las mesas del exterior, con el único fin de que sus clientes disfrutaran de un ambiente navideño que emergía lentamente por los adornos que los pequeños comercios iban colocando día a día. Había mesas libres y decidió tomarse el chocolate en una de ellas, cerca de una de las estufas. Los dos enamorados se hacían carantoñas y se perdían en sus miradas. El grupo de jóvenes universitarios, reían y bromeaban, mientras se pasaban los móviles o grababan el momento entre selfies y risas. Y el señor, el señor del periódico, igual que ella, llevaba años siendo fijo de la chocolatería. A veces, cuando daba los sorbos del chocolate caliente y sostenía la taza entre sus manos, dejando que esta  se las calentara, y contemplaba la gente y el ambiente de la plaza, se cruzaba con aquella mirada clandestina que asomaba a través del periódico. Apenas miraba el reloj, y cuando ya lo consideraba oportuno, se levantaba despacio, como hacía siempre, sin prisas. Sin saber que el hombre del periódico posaba su mirada en su figura, saboreando cada segundo que ella se alejaba con el sueño hecho deseo, de volverla a ver al otro día aparecer de nuevo entre la gente, con su paso lento y su media sonrisa.
Llegaba a casa y dejaba que el pequeño Misu zigzaguera entre sus piernas mientras colgaba el abrigo. Dejó de soñar con amores hacía mucho tiempo, ya en el Instituto olvidó aquellos sueños al ver que era indiferente e inexistente. Se acostumbró a ello, a pasear entre la gente y a vivir los días sabiendo que nadie se percataba de su presencia. Podía pasarse horas enteras en un centro comercial sin que nadie le preguntase si buscaba o deseaba algo. Tardó en volver a la chocolatería, los días siguientes de frío, lluvia y viento, le encerraron en su casa obligándola a salir tan solo para ir a trabajar.
Volvió al cabo de una semana, una tarde soleada donde los rayos hacían de señuelo a un frío que curtía el rostro. La chocolatería estaba prácticamente llena; miró, mientras desenfundaba sus guantes, buscando algún hueco vacío en alguna de las mesas. Se dio cuenta que no estaba el señor de la mirada escondida tras el periódico. Volvió los días siguientes y volvió a notar su ausencia. No supo por qué, pero empezó a echarle de menos y cada vez que se iba, esperaba el regreso del día siguiente, deseando con ansiedad en el trabajo, que llegara la tarde y buscar entre las mesas, aquella mirada escondida.
Jamás supo de aquellos sentimientos guardados tras miradas tímidas y ocultas detrás de un periódico. Jamás supo si había alguien que esperara cada tarde su figura aparecer entre el paisaje de la plaza, alguien que le hubiera preguntado a ella, la primera, qué buscaba o deseaba, alguien para quien no era un ser inexistente ni un bulto más entre los viandantes.
Pasaron dos años, en lo cuales, salvo que el tiempo o alguna gripe invernal se lo impidiera, había seguido regresando a una cita con una taza de chocolate.
Una tarde de primavera decidió estrenar el vestido de flores que se había comprado dos días antes en un avance de temporada. Se colocó una rebeca sobre el mismo y salió sonriéndose a sí misma. Le vio sentado en una de las mesas de la terraza, con un periódico en las manos, el pelo más canoso y algo más envejecido, mirándola sin esconderse tras las páginas en blanco y negro. Se acercó obedeciendo a un subconsciente que la llevaba sin órdenes hasta él. Tan solo le preguntó, mientras él no dejaba de mirarla:
- ¿Puedo tomar un chocolate en esta mesa?
No esperó a  su respuesta. Se sentó y, por primera vez, no solo le sonrió a él, sino que empezó a sonreírle a la vida.

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