CAPÍTULO II

Genaro se subió los viejos pantalones zurcidos y parcheados, y se los ató con una cuerda a la cintura. No tenía cinturón. Apenas nadie los usaba, al menos en cuanto a la mayoría de las gentes del pueblo se refiere. Era lo que había. Trabajaban con sus ganados y sus huertos. No había lujos. Escasamente algún lugareño, en algún viaje a la ciudad, se había comprado alguno, pero lo reservaban para la misa del gallo en la Nochebuena o algún acontecimiento familiar como una boda.
Echó agua fresca en el pilón y se frotó con energía la cara. Desde pequeño lo hacía. Era lo que había visto y lo que le habían enseñado.
—¡Así te despiertas, zagal! —le solían decir, y así seguía haciendo cada mañana desde hacía sesenta años.
Peinaba canas, y la tez de su cara estaba curtida del sol del verano y las heladas del invierno. El campo dejaba su huella en cada surco y que marcaba su rostro.
La cocina, igual a las del resto del pueblo, tenía su hornacha debajo de la trébede y de allí Genaro cogió el cazo con la leche ya caliente y lo vertió sobre el cuenco lleno de pequeños trozos de pan.
Hacía rato que el sol había salido tras las montañas, pero Pablillo aún tardaría hasta que viniera a recoger las vacas. Era a él a quien le tocaba esa semana. Era cojo el chaval, una enfermedad que tuvo de pequeño le dejó una pierna más corta que otra. Estuvo tiempo con unas fiebres tal altas que a punto estuvo la de la guadaña de llevárselo. Dicen que fueron los rezos de su madre y el agua de la fuente de la cueva lo que le salvaron. Él no creía en los milagros. Para él quien le sanó de verdad fue aquel médico joven que había llegado al pueblo hacía ya unos años. «Ha pasado tiempo —pensaba—, parecía mentira lo señorito que llegó y ahora había que verlo, tan desaliñado a veces. Si no fuera por el ama, el hombre se olvidaría hasta de comer», pero las penas del alma no alimentan, solo matan, y él parecía querer morir.
Genaro acabó el desayuno y se fue para la cuadra. Fue soltando las vacas. Se asomó a la puerta y oyó el tintineo de los cencerros. Vio cómo Pablillo, con la vara en la mano, subía la cuesta con el ganado. La cojera marcaba su paso.
—Buenos días, tío Genaro.
—¿Qué pasa, chaval? Otro día más al monte, ¿eh?
—Así es, tío Genaro.
Las vacas del tío Genaro, cuan obedientes, sabiendo del día de pastos que les tocaba, fueron saliendo de una en una de la cuadra y uniéndose al resto; alguna, más torpe que otra, se apretujaba entre el grupo sin saber qué dirección tomar. No tardó el perro en pegar cuatro ladridos, estas fueron subiendo cuesta arriba mientras el «¡Eah, vacas...!» de Pablillo, animaba al can a hacer su cometido.
—Ten cuidado, Pablillo, que arriba la niebla le pinta lluvia al día.
—No se preocupe, tío Genaro, que ya se encargó mi madre de que llevara buen abrigo, y buena comida me metió en el zurrón.
—Hasta la tarde pues, Pablillo.
—Hasta la tarde, tío Genaro.
El tío Genaro se quedó contemplando al zagal mientras se alejaba. Los gallos cantaban en cada casa y no tardarían las gentes en trasegar por la calles a sus faenas. Algunos ya habían ido sacando las vacas y, ahora, lo que seguía era la faena del campo y sus huertos.
Entró en la casa. Vio cómo Diego había echado agua al balde y estaba lavándose la cara. Era el único hijo que tenía. Quiso estudiar en la capital, pero las faltas de cuartos se lo impidieron. Era algo que tenían clavado dentro. Su madre les había dejado hacía ya algunos años. Siempre fue mujer floja de salud. Ya de moza, cuando andaban ennoviados, el padre de ella se lo decía: «Cuida a esta hija mía, Genaro, que débil me salió la chica. Ya desde niña andaba con males cada dos por tres. Pensé que de moza cambiaría, pero ahí la tienes...».
Sin embargo, Diego no salió a su madre. El chaval era alto y fuerte. Buena planta tenía el chico. Pero los ojos sí eran los de su madre, aquella mirada dulce y tierna, que sin saber cómo te llegaba hasta el alma y te hacía sentir un ser pequeño cuando te miraba.
Pero reconocía que tenía su orgullo. Su madre siempre se lo decía: «Tienes el mismo orgullo que tu padre; ten cuidado, Diego, que si acaba en soberbia, eso no es bueno, hijo», y acariciaba su rostro dándole un beso en la mejilla.
Sin embargo, él no había sido besucón. Total... ¿para qué? Para besos y carantoñas ya tenía a su madre. Había que ser fuerte para trabajar en el campo. Era todo lo que tenía, las tierras y las vacas. Todo vino de su padre, y antes del padre de su padre y así hasta Dios sabe cuándo...
Diego se volvió y observó a su padre mientras cogía la toalla y se secaba con ella.
—Buenos días, padre.
—Buenos días, Diego. —Casi siempre le había llamado así, ni siquiera él recordaba si en alguna ocasión le había llamado hijo.
—Pablillo ya se llevó las vacas al monte, aunque no sé el día que tendrá el chaval porque en la cima se ve una niebla fea.
—Seguro que se apañará. No es la primera vez que le llueve en el monte.
Apenas hablaban más que lo relativo a lo cotidiano del día. Desde que murió su madre era como si el frío hubiera anidado en aquella casa helando la calidez humana.

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