EN UNA NOCHE COMO OTRA CUALQUIERA
Caminaba con los pies descalzos en la oscuridad de la noche. Sin rumbo. Con la mente perdida sin principio ni fin. La mirada ausente. La oscuridad de la noche teñida de la nocturnidad de un cielo donde ni estrellas ni luna cedían apenas luz al camino pedregoso y frío. Su cuerpo, apenas cubierto por un camisón de algodón, aun con las mangas largas que se ceñían a sus finos brazos, apenas bajaba una cuarta de las rodillas. El pelo suelto, caía hacia la cintura de su espalda, lacio, dejándose llevar algún mechón por la ligera brisa otoñal de la noche, en cada movimiento que daba en aquel andar deambulante.
Era como una figura fantasmal, aparecida cual ánima a horas en las que sólo el loco es capaz de perderse por tales caminos y a tales horas. Tropezaba entre los cantos de las piedras, lo que provocaba un vaivén a su menudo cuerpo que hacía más real que aquella figura hubiera surgido del mismísimo infierno.
María dio las cortas a las luces del coche y aminoró la marcha, de tal modo que decidió reducir a primera para asegurarse así de lo que estaba viendo. Esperaba también de éste modo, que el sonido del vehículo fuera tan leve que no ahuyentara a aquella persona que estaba viendo.
La inseguridad e incertidumbre que sintió, recorrieron su cuerpo transformados en un frío que se amoldó dentro de ella durante unos segundos. Miró a los lados del camino vecinal. Aquel lugar apartado de vete a saber qué mano se olvidó de él, que ni tan siquiera estaba asfaltado, era escoltado por hileras de olmos que se erguían cuan gigantes guerreros en una vigía de campamento. «Hasta don Quijote, —pensó— hubiera creído que eran protectores de un reino o de un castillo».
Por su cabeza empezaban a pasar a pasos agigantados y de manera descontrolada, cual si de una película estropeada se tratara, las palabras y las imágenes de aquella mañana. La pesadez insistente de su amiga Nuria en que saliera temprano, y más cuando ni siquiera se sabía dónde estaba aquel lugar. El Google Maps había agotado a pasos agigantados la batería de su móvil. Sin embargo, un indicador en un cruce, veinte kilómetros más atrás, lo señalaba: «Monteánimas». ¡No podía creerse lo que estaba viendo! El pánico se presentaba ante ella abrazándola en un sudor frío. «Tienes que estar tranquila, María», pensaba. «Eres una mujer de ciencia».
Aunque había colocado la primera, el coche en su lentitud se acercaba hacia aquella diminuta figura. María detuvo el vehículo, cuyo sonido estaba casi segura no se percibía apenas en el silencio de aquella noche. Aquella mujer se había parado en seco. Las luces cortas seguían iluminando el camino pedregoso y escoltado. Al tenerla tan cerca de ella, observó las manos huesudas que se caían muertas a ambos lados del cuerpo. María pudo percatarse que de una de ellas, un hilillo de sangre bajaba goteando marcando el camisón inmaculadamente blanco de figuras irregulares, donde la imaginación podía traicionar cualquier atisbo. «Está herida», pensó.
Fin de la 1ª parte.
Fin de la 1ª parte.
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