HISTORIA DE UNA VIEJA ESTANCIA


Le dijo que pasara. Que eligiera el libro que quisiese y que, aunque los libros no se prestan, él lo iba a hacer. Que no entendía por qué no se podían compartir los conocimientos,  las historias, los viajes, el amor, la filosofía, la ciencia... en fin, todo aquello que llevaba en sí un libro. Que quien lo escribió, lo hizo para que no se quedase solo en su interior. Hay mucha vida dentro de un libro, le dijo, cada página no solo lleva lo que quien lo escribió fue dejando página tras página. El libro lleva el tiempo, lleva el cariño con que lo hacía, lleva los instantes y las horas de alguien sentado sobre una silla dejando sobre un montón de cuartillas parte de su vida.
Hubo un tiempo en que todos estaban desordenados, sabía en qué balda podía encontrar el libro que buscaba. Ahora ya no. No me preguntes por qué, le decía, pero un día decidí ir dejándolos donde me apetecía. A veces estaba cansado y lo dejaba en alguna de las baldas de arriba, otras veces, en alguna de las baldas de abajo. Me agachaba y oía cómo mis rodillas daban el correspondiente chasquido. Lo único que he ido dejando es el polvo de los días. Ya no los limpio. Ya no tengo por qué ni para qué hacerlo. Al fin y al cabo es la señal de que el tiempo también va pasando por ellos. Vete ojeando que yo ahora vuelvo.
Se va dejándola sola, arrastrando los pies sobre el suelo de loza, los azulejos del suelo y la pintura de las paredes llevan escrito es paso de los años, no hace falta leer entre ellos para ver que hace tiempo dejó de cuidar cada rincón de aquella estancia. Dos cuadros viejos, sin valor alguno, cuelgan de una de las paredes. El dibujo de sus láminas ya ni tan siquiera tiene el color original, es como si el sol se hubiese ido llevando los pigmentos con cada rayo. Acaricia la mesa-velador que hay en el centro y lee el título del libro que, abierto, fue dejando al revés sobre el cristal; es como si alguien llevara tiempo leyéndolo. Las estanterías de vieja madera sostienen los libros entre ellos, y algunos, unos encima de otros.
Regresa arrastrando los pies, igual que cuando se fue, pero esta vez trae en sus manos un jarrón ajado con flores, es como si las flores recién cortadas, rompieran la longevidad del lugar. La anima a sentarse en la única silla que hay junto a las estanterías, sus patas aún conservan los restos de pintura verde con la que un día se pintaron. Ella elige un libro y se despide dándole las gracias, prometiendo devolvérselo cuando lo lea. Él la mira y la sonríe, y se va arrastrando los pies como hizo antes, sobre la obscura losa del suelo. Ella se queda mirándole. Cuando se ha ido, observa la vieja librería sacada en la pared de la que ha cogido el libro, la mesa-velador con las flores en el jarrón y la silla al lado. Las puertas de vieja madera carcomida, quedan abiertas del mismo modo que cuando vino, llevan escritas en cada poro el paso del tiempo.
Piensa que detrás de ellas quedan guardadas muchas historias, tantas como las que encierran cada libro de cada balda, menos una, la que guarda aquella estancia, la única historia que jamás será contada.




Gracias Larrú, de "Acércate a Briseida" por esta fotografía que me llenó de inspiración.

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