BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA Capítulo XI

La calle que subía al "Monte" era tan pindia que la mujer que en aquél momento la ascendía, respiraba agitadamente intentando sacar algunas fuerzas con el único fin de llegar hasta el final de la cuesta. Allí se pararía y respiraría tranquilamente, sólo tenía que llegar hasta la puerta. Bajo un abrigo negro, su cuerpo cansado por la edad y por el trayecto recorrido arrastraba unos pies mojados que esquivaban los riachuelos que bajaban por la pendiente. La toquilla que había colocado sobre su cabeza cubría gran parte de sus hombros y de su rostro. Los ojos que asomaban, levantaban la vista del suelo de vez en cuando para comprobar cuánto aún la quedaba del camino. Había recorrido un largo trecho desde la casa, lo hacía andando, como siempre. En la casa no disponían ni de coche ni de calesa y cuando se necesitaba se solía llamar a uno. Pero ella no era quien para hacerlo, no porque no dispusiera de medios para pagarlo, sino simplemente porque cada vez que hacía aquél trayecto lo hacía sola, creyéndose ella misma que nadie sospechaba dónde iba cada vez que hacía una salida de aquellas. Había salido de casa con un cielo gris que se fue encapotando hasta soltar una ligera lluvia que poco a poco fue empapando su cuerpo. Por fin llegó arriba. Las puertas del cementerio estaban abiertas. Siempre lo estaban. El guarda que cuidaba aquél lugar y que vivía en una pequeña casa que había allí mismo, las abría todos los días del año desde que la luz clareaba en el nuevo día hasta el oscurecer de la tarde. Se quedó parada. Intentando coger el aire que la hiciera llevar su respiración a la normalidad, aquél lugar se encontraba en la cima del monte y la subida solía costar, y últimamente cada vez más. Al principio las visitas eran más espaciadas, luego sin saber por qué,  en los últimos meses estaban siendo más cercanas. Era como si tuviera una innegable necesidad de acudir allí, a hablar con él, a narrarle lo que día a día acontecía en la casa. Al principio todo fueron reproches, rabia contenida de echarle en cara que no hubiera tenido el coraje de enfrentarse a la verdad. Ahora tan solo era una necesidad de ir allí, de estar de algún modo, junto a él, y de hablarle, de hablarle a él, de hablarle a alguien de lo que sentía cada día, de esa sensación de ahogo, que aún después de tantos años la apretaba en el pecho.
Apoyó su mano en el quicio de la puerta de hierro y respiró levemente. Contempló la ciudad que se divisaba desde allí y pensó en "todo tan lejos y a la vez tan cerca", se dio media vuelta y cogió el camino central. Cruces de piedra y hierro sobre tumbas de piedra se extendían a un lado y otro, pequeñas calles transversales y colindantes dividían en pequeñas zonas aquél lugar, de tal modo que cualquiera podría llegar a encontrar la tumba buscada.
El guarda, que solía pulular por las diferentes calles en vigilancia y limpieza, miraba en aquél momento tras la ventana de su casa, cuando la vio pasar. La lluvia que había empezada a caer en la mañana le había obligado a dejar para más tarde el paseo por las calles, solía limpiar éstas de hojas caídas y mantenía las tumbas en buen estado, pues a pesar del salario que el hombre cobraba por su trabajo, no había familia que no agradeciera una atención especial, bien se llevaba sus buenas propinas por ello.
El hombre la miró enfundada en su toquilla coger la calle central y pensó para sí que "últimamente había intensificado las visitas", pero sin darle más importancia, miró al cielo preguntándose si amainaría antes de que acabase la mañana. Ella mientras tanto no se percató del guarda ni tampoco hizo acopios de ver dónde estaba. La daba igual. Era mucho tiempo ya y ella venía a lo que venía. cuando llegó hacia el final de la calle giró hacia la derecha. Fue hacia la mitad cuando se detuvo. Un gran ángel de piedra presidía el centro de un panteón señorial. Unas flores mustias y consumidas tapaban parcialmente el nombre de la persona que yacía bajo aquella losa.

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