BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA Capítulo XII

Los rayos de sol de aquella mañana de primavera se colaban tímidos por la ventana de su habitación, acariciando levemente el rostro  blanquecino de Lucía, que perezosa se arrebujaba entre las sábanas dejando que el sol calentara su frente y su cabello, pues era lo único que asomaba en aquella cama. El resto de su cuerpo se encontraba completamente tapado, escondido y encogido como un ovillo. Se quedó así un buen rato. ¡estaba tan a gusto! Soñaba con ser una niña pequeña esperando que la mano de su madre levantara aquellas mantas y haciéndose la sorprendida la dijera un "así que estabas aquí pequeñuela". Luego sentiría sus manos recorrer su cuerpo haciéndola cosquillas y ella reiría y reiría intentando zafarse mientras la diría: "no, para ya, para ya...ja...ja...ja...ja...".
Pero aquello sólo seguiría siendo un sueño como tantas veces, un sueño que recordaba ser su compañero desde que era niña y tuvo uso de razón. No conoció a su madre y aquello solo era fruto de su imaginación que bien la hubiera gustado que hubiera sido real. Pero sólo era una fantasía, momentos creados quizás para cerrar aquél vacío de madre que desde niña había querido llenar. Pero tenía a su abuelo. No supo ser ese calor maternal y comprensivo, pero el hombre hizo lo que pudo y ejerció de padre y de madre y de abuelo, porque supo transmitirla la sabiduría de sus años, aunque a veces se acercara a la desconfianza, no le culpaba, los palos de la vida le llevaban a veces a ello.
Estuvo así un largo rato y cuando creyó que ya era tiempo suficiente, echó las mantas hacia atrás, puso los pies sobre la madera de la habitación y se levantó. Se acercó a la ventana y abrió del todo las contraventanas interiores que la noche anterior no había cerrado. No la gustaba dormir completamente a oscuras. La gustaba ver desde la almohada el reflejo de la luna tras los cristales y a la mañana, el sol del amanecer del nuevo día. Miró y contempló la calle vacía, a pesar de las horas ya tardías, pero lo que más la gustaba era mirar al frente y recrear sus ojos en el valle y en la amplia arboleda de olmos que escoltaban el camino de aquél lado del pueblo. La ventaja que tenía de vivir al final de una de las últimas calles del pueblo era la de poder contemplar aquél bello paraje que cual postal se asomaba tras su ventana.
El largo tiempo que había estado enferma, aquella ventana había sido su compañera. Sentada en un sillón de mimbre, al pie de ella, había recreado su mirada en aquél bello lugar. Al fondo se apreciaba la ascensión del valle hacia las montañas por donde Pablillo solía llevar a pastar a las vacas, le veía bajar por las tardes, antes del crepúsculo del día, después de que pasó la época de nieves y el zagal volvió a ganarse sus cuartillos pasteando la vacada del pueblo. Aquél camino pocas veces estaba vacío largo rato, pues siempre había alguien que le transitaba para ir a por agua a la cueva. Desde tiempos remotos creían que tenía propiedades milagrosas. Ella sólo había oído la historia, eso sí, contada un montón de veces, pero todos los mayores empezaban diciendo lo mismo "contaba mi abuelo que una vez..." y Lucía pensaba que aquél viejo tuvo una vez un abuelo, la historia debía de ser bien vieja. Y aquél abuelo contaba "... que un labriego dejó una tarde, que se levantó un temporal muy fuerte de nieve a una de las vacas y su cría, que el hombre solía tener pastando en la subida del valle. El animal se puso de parto, pero dicen que no sobrevivió ni la vaca ni el jato que traía, aunque el hombre hizo lo que pudo. Todo debió de pasar cerca de la fuente de la cueva. Regresó a su casa con el resto de la vacada y a la mañana siguiente, cuentan, que la vaca y su cría aparecieron a las puertas de la cuadra de aquél pastor del pueblo. El hombre se hacía de cruces pues no entendía nada. No faltaron las comadres que pronto achacaron propiedades milagrosas a tal agua". Crédulos o no, heridas y llagas con ese agua cicatrizan mejor. Por eso Pablillo, la bajaba todos los días que podía, agua de la cueva en su cantimplora para que Lucía se restableciera.
- Seguro que está mejor, tío Matías- le decía el zagal emocionado cada vez que le vaciaba el agua de su cantimplora en el botijo que le daba el tío Matías.


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