BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA Capítulo XIV

El bochornoso calor de aquél día de los últimos de aquél mes de junio llegaba a agobiar a los habitantes de aquél pequeño pueblo. Los labriegos, aguantaban la jornada con un buen trago de agua fresca y limpiándose el sudor con el pañuelo mojado en el arroyo o en el río. Se limpiaban las malas hierbas de los cultivos de los campos y se trasegaba aguantando el sol  que tan imprevistamente había llegado asestando sus rayos sin piedad ni medida. No muchos días atrás habían celebrado la festividad del patrón bajo un intermitente aguacero que apenas les había dejado más que acudir a la liturgia de la iglesia impidiéndoles pasear al santo por los campos labrados y que don Nicolás se luciera bendiciendo los huertos y los campos en el nombre del patrón. Un cielo gris ennegrecido había dado paso a una tormenta que apenas había cesado más que el rato que habían estado en el interior de la parroquia, volviendo a descargar sin tregua a la finalización de la homilía. Así habían pasado el día, metidos en sus casas, viendo llover tras los cristales, al pie de las trébedes, sentados  junto a los leños de las hornachas calentándose del refresco del día que de forma tan intempestiva había amanecido. Dejaban pasar la tarde algunos en conversaciones vanas y otros en los quehaceres de los días venideros. Si algún rato la lluvia amainaba, colocaban en sus pies las madreñas y presurosos cambiaban de parroquia, la suya por la del vecino, matando así las horas de la tarde entre un vaso de vino, queso, pan y chorizo. Las comadres, qué menos, pronto aprovechaban el espacio entre aguacero y aguacero para chismorrear con la vecina y alguna añadida seguro, de lo que aconteciera en el pueblo por aquellos días sin conciencia de aumentar lo que fuera y de contar lo que no fuera.
El día había estropeado la fiesta que habían organizado en la plaza del pueblo. Así que esperaban como agua en mayo, y nunca mejor dicho, que San Juan les diera un respiro y las meigas hicieran su aquelarre para que ese día la fiesta tuviera su brío.
Don Julio llevaba rato sentado en la piedra que el tío Matías tenía junto a la pared de su casa, era un buen banco, sobre ella se habían sentado miles de veces los días que el tiempo había acompañado a ello. Aquella calurosa mañana, el botijo con el agua bien fresca, aliviaba la garganta resacosa del hablar o del calor, bien arrimado a la pared junto a la piedra que hacía las veces de banco de asiento. La sombra daba por aquel lado y se estaba bien allí. A la tarde la solana apretaría en aquél mismo sitio y la piedra quedaría vacía absorbiendo el calor que el sol depositara sobre ella para que a la caída de la tarde, bien antes o después de la cena, volviera a ser testigo mudo de quien sobre ella se sentara.
Apenas había tenido faena aquella mañana en su consulta. Quizás el campo absorbía los pensamientos de las gentes y no les daba espacio a enfermar. Los niños apuraban los últimos días del colegio con el ansia puesta en los juegos del verano y en los baños en el río, aunque más de uno, sobre todo los que apuntaban ya a ser un poco mayores tuvieran que ayudar a sus padres en la siega y en las faenas. Los pequeños se divertían montándose en los trillos mientras las vacas tiraban de éstos y los mayores, a los que igual les daba ser quejosos que no, baldaban la hierba deseando en ese momento no haber crecido y seguir siendo pequeños.

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