CAPÍTULO I (2ª Parte)
El hombre, en su amargura, lloró su pena en silencio y guardó para sí aquel amargo pasado, intentando borrar los recuerdos, guardándolos en un viejo arca, cerrado con llave, en un altillo del desván de la casa.
Nadie más se atrevió a ahondar en su dolor.
«Las heridas hay que dejar que se cierren —decía el tío Matías—, cuando más se abren, más duelen, y si no cierran, no cicatrizan. Por eso, al doctor hay que dejarle tranquilo y no preguntarle nada».
Marina regresó a su presente. El resoplido de un caballo despertó sus pensamientos. Con su macuto debajo del brazo se detuvo ante la puerta de hierro negro de la verja que rodeaba una gran casa gris, algo descuidada en su fachada. Marina se cercioró de que el número correspondía con el mismo que tenía en el papel que días antes le había llevado doña Claudia.
Marina abrió la verja chirriante y descuidada del número diecisiete de aquella pendiente calle. En el camino hacia la puerta principal, pisó los hierbajos que del abandonado jardín se encontraba a su paso.
Apenas había flores, los matorrales nacían a su antojo haciéndose dueños del terreno. El abandono del lugar era más que evidente. Marina pensó que los campos de su pueblo estaban mejor atendidos que el terreno de aquel jardín que bordeaba la casa. Aún quedaban vestigios de que aquello, en su tiempo, debió de ser un lugar hermoso. Pensó en doña Claudia y en sus flores, las mismas que cuidaba con tanto mimo y en lo que diría si viera aquel lugar.
Lo examinó detenidamente y observó que el terreno bordeaba la casa. Altos olmos se cernían cerca de la tapia que separaba la finca del resto de las casas colindantes.
La curiosidad la hizo salirse del camino y asomarse para ver hasta dónde llegaba. Bordeó la esquina derecha de la casa y vio que el terreno se expandía hasta detrás de la misma, percibiendo que al fondo el jardín era mucho más amplio que el que cubría la entrada. Al fondo pudo ver una fuente de piedra, de la que al parecer no caía una gota de agua.
Marina estaba tan absorta en su curiosidad que no se percató que en una de las ventanas del lado derecho de la casa, una mano sostenía una cortina de alguien que observaba sus movimientos.
De repente, sintió un escalofrío en su cuerpo, y la desagradable sensación de que unos ojos la miraban desde alguna parte. Miró hacia arriba, y solo pudo ver cómo la cortina volvía a su lugar.
Percatándose de lo que estaba sucediendo, volvió sobre sus pasos. Recordó a su abuelo cuando le decía: «¡Ten cuidado, Marina! Que la curiosidad mató al gato».
Nadie más se atrevió a ahondar en su dolor.
«Las heridas hay que dejar que se cierren —decía el tío Matías—, cuando más se abren, más duelen, y si no cierran, no cicatrizan. Por eso, al doctor hay que dejarle tranquilo y no preguntarle nada».
Marina regresó a su presente. El resoplido de un caballo despertó sus pensamientos. Con su macuto debajo del brazo se detuvo ante la puerta de hierro negro de la verja que rodeaba una gran casa gris, algo descuidada en su fachada. Marina se cercioró de que el número correspondía con el mismo que tenía en el papel que días antes le había llevado doña Claudia.
Marina abrió la verja chirriante y descuidada del número diecisiete de aquella pendiente calle. En el camino hacia la puerta principal, pisó los hierbajos que del abandonado jardín se encontraba a su paso.
Apenas había flores, los matorrales nacían a su antojo haciéndose dueños del terreno. El abandono del lugar era más que evidente. Marina pensó que los campos de su pueblo estaban mejor atendidos que el terreno de aquel jardín que bordeaba la casa. Aún quedaban vestigios de que aquello, en su tiempo, debió de ser un lugar hermoso. Pensó en doña Claudia y en sus flores, las mismas que cuidaba con tanto mimo y en lo que diría si viera aquel lugar.
Lo examinó detenidamente y observó que el terreno bordeaba la casa. Altos olmos se cernían cerca de la tapia que separaba la finca del resto de las casas colindantes.
La curiosidad la hizo salirse del camino y asomarse para ver hasta dónde llegaba. Bordeó la esquina derecha de la casa y vio que el terreno se expandía hasta detrás de la misma, percibiendo que al fondo el jardín era mucho más amplio que el que cubría la entrada. Al fondo pudo ver una fuente de piedra, de la que al parecer no caía una gota de agua.
Marina estaba tan absorta en su curiosidad que no se percató que en una de las ventanas del lado derecho de la casa, una mano sostenía una cortina de alguien que observaba sus movimientos.
De repente, sintió un escalofrío en su cuerpo, y la desagradable sensación de que unos ojos la miraban desde alguna parte. Miró hacia arriba, y solo pudo ver cómo la cortina volvía a su lugar.
Percatándose de lo que estaba sucediendo, volvió sobre sus pasos. Recordó a su abuelo cuando le decía: «¡Ten cuidado, Marina! Que la curiosidad mató al gato».
Gracias por compartir tan hermoso texto Areños . Es parte de tu nuevo libro? O son relatos ? .Un saludo .
ResponderEliminarNo, no es parte de mi nuevo libro ni son relatos. Es la novela que ya tengo publicada y la cual he decidido ir subiéndola al blog mientras sigo inmersa en mi segunda novela. De este modo, los que no la han leído, tiene una oportunidad de poder hacerlo; y los que sí, ¡a lo mejor disfrutan volviéndolo a hacer! Intentaré hacerlo en días alternos. Gracias por tu comentario. Un saludo.
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