CAPÍTULO II (2ª Parte)
Hubo un tiempo en que la relación con su hijo fue muy distinta a la que tenían ahora, pero... ¡hacía ya de eso tanto...! De niño le gustaba que su padre le llevara con él a todas partes, sacaban las vacas juntos y las llevaban a pastar a la ladera del tío Toñín, hasta que este murió y se hicieron dueños de todo unos sobrino de la capital. Pero llegó un día en que su madre empezó a llevarlo a la escuela del maestro del pueblo, don Serafín se llamaba: «Es listo el zagal, Genaro —les solía decir—, y le gustan mucho los números; si podéis, deberíais mandarlo a la ciudad. Es una pena que un chico así de listo se quede en el pueblo».
Y su madre puso el empeño en ello: «Irá a estudiar, Genaro —le decía—. El chico irá a estudiar, aunque yo no lo vea, no se quedará el resto de su vida aquí en el pueblo, con vacas y huertos».
Pero su madre no lo vio, no porque Dios quiso llevársela cuando el chaval ya era un buen mozalbete, sino porque aquella epidemia de aquel maldito invierno se llevó cuatro de las cinco vacas que tenía y a la Lucera no se la llevó porque Dios no quiso.
Y Diego maldijo a su padre porque tampoco hizo gran esfuerzo por que aquella suerte cambiara Aunque Diego empezó a sonreír a escondidas al poco de conocer a Marina. La muchacha había bajado alguna vez al pueblo, pero Diego no se había fijado en ella. Hasta que un día don Serafín le dijo a sus padres que era bueno que la llevaran a la escuela.
—Aunque solo sea para aprender las cuatro reglas, no queráis que sea una analfabeta toda su vida. Marina es un niña muy linda y se la ve despierta —les decía don Serafín una tarde de final del verano que el maestro subió hasta la casa, allá en lo alto del páramo.
—Si yo no digo que sea tonta la chiquilla, eso bien lo sabe usté , pero aquí bien viene que ayude en la faena; además, después del campo y el ganado, también le ayuda a su madre en la casa.
—Lucas, Lucas, Lucas... que bien sabes tú lo malo que puede resultar que uno no sepa las cuatro reglas, o ¿ya se te olvidó cuando te engañaron aquellos tratantes de ganado?
—Bueno, don Serafín, ya hablaré con su madre y ya le diremos lo que haremos.
Lucas era hombre orgullos, echado pa lante, pero no le gustaba que le recordaran que por culpa de no saber leer ni escribir, unos liantes le engañaron una vez en la compra de ganado.
Y allí volvió don Serafín, páramo abajo, hacia el pueblo, secándose con un pañuelo que sacó de su bolsillo, el sudor que el calor de aquel intenso verano dejaba en su escuálido cuerpo, pues el hombre conocimientos y cultura sí tendría, pero hambre también, pues conocido era aquel dicho de que «pasas más hambre que un maestro de escuela».
Diego contempló a su padre, que miraba absorto por la ventana, con la mirada perdida en algún recuerdo.
—Padre, ¿le ocurre algo? —le preguntó— ¡Padre! —le volvió a llamar más alto.
—¿Qué?
—No sé, parecía estar perdido, como miraba tan fijo por la ventana...
Y Genaro no quiso decirle nada a su hijo, pues sabía que nombrarle a Marina no sería de su agrado.
—Nada. —Y sin más se marchó de la cocina mientras le decía—: Voy a coger la azada y quitar las hierbas a la tierra de las patatas.
Era el final de septiembre y ya se había empezado a recoger los frutos de las siembras. Las legumbres se secaban a las puertas de las casas y los corrales. Al final de la tarde, antes del regreso de las vacas, las familias y vecinos se sentaban a desgranar en conversación y compañía, hasta que Pablillo, de regreso del monte con las vacas, avisando con el tintineo del cencerro de las mismas, distraía sus conversaciones, y ya cada vecino recogía la labor para seguir con ella al día siguiente. Y así, las vacas a las cuadras, cada una sabiendo su camino se metía en la suya, y comenzar el ordeño de la leche que serviría de alimento para la cena con un buen queso y un buen trozo de la hogaza de pan.
Y su madre puso el empeño en ello: «Irá a estudiar, Genaro —le decía—. El chico irá a estudiar, aunque yo no lo vea, no se quedará el resto de su vida aquí en el pueblo, con vacas y huertos».
Pero su madre no lo vio, no porque Dios quiso llevársela cuando el chaval ya era un buen mozalbete, sino porque aquella epidemia de aquel maldito invierno se llevó cuatro de las cinco vacas que tenía y a la Lucera no se la llevó porque Dios no quiso.
Y Diego maldijo a su padre porque tampoco hizo gran esfuerzo por que aquella suerte cambiara Aunque Diego empezó a sonreír a escondidas al poco de conocer a Marina. La muchacha había bajado alguna vez al pueblo, pero Diego no se había fijado en ella. Hasta que un día don Serafín le dijo a sus padres que era bueno que la llevaran a la escuela.
—Aunque solo sea para aprender las cuatro reglas, no queráis que sea una analfabeta toda su vida. Marina es un niña muy linda y se la ve despierta —les decía don Serafín una tarde de final del verano que el maestro subió hasta la casa, allá en lo alto del páramo.
—Si yo no digo que sea tonta la chiquilla, eso bien lo sabe usté , pero aquí bien viene que ayude en la faena; además, después del campo y el ganado, también le ayuda a su madre en la casa.
—Lucas, Lucas, Lucas... que bien sabes tú lo malo que puede resultar que uno no sepa las cuatro reglas, o ¿ya se te olvidó cuando te engañaron aquellos tratantes de ganado?
—Bueno, don Serafín, ya hablaré con su madre y ya le diremos lo que haremos.
Lucas era hombre orgullos, echado pa lante, pero no le gustaba que le recordaran que por culpa de no saber leer ni escribir, unos liantes le engañaron una vez en la compra de ganado.
Y allí volvió don Serafín, páramo abajo, hacia el pueblo, secándose con un pañuelo que sacó de su bolsillo, el sudor que el calor de aquel intenso verano dejaba en su escuálido cuerpo, pues el hombre conocimientos y cultura sí tendría, pero hambre también, pues conocido era aquel dicho de que «pasas más hambre que un maestro de escuela».
Diego contempló a su padre, que miraba absorto por la ventana, con la mirada perdida en algún recuerdo.
—Padre, ¿le ocurre algo? —le preguntó— ¡Padre! —le volvió a llamar más alto.
—¿Qué?
—No sé, parecía estar perdido, como miraba tan fijo por la ventana...
Y Genaro no quiso decirle nada a su hijo, pues sabía que nombrarle a Marina no sería de su agrado.
—Nada. —Y sin más se marchó de la cocina mientras le decía—: Voy a coger la azada y quitar las hierbas a la tierra de las patatas.
Era el final de septiembre y ya se había empezado a recoger los frutos de las siembras. Las legumbres se secaban a las puertas de las casas y los corrales. Al final de la tarde, antes del regreso de las vacas, las familias y vecinos se sentaban a desgranar en conversación y compañía, hasta que Pablillo, de regreso del monte con las vacas, avisando con el tintineo del cencerro de las mismas, distraía sus conversaciones, y ya cada vecino recogía la labor para seguir con ella al día siguiente. Y así, las vacas a las cuadras, cada una sabiendo su camino se metía en la suya, y comenzar el ordeño de la leche que serviría de alimento para la cena con un buen queso y un buen trozo de la hogaza de pan.
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