CAPÍTULO III (1ª Parte)


Marina llamó a la aldaba de hierro de la puerta. Apenas unos segundos después, la puerta se abrió. Una muchacha de unos quince años, delgada, algo más baja que ella y con mirada vacía, la abrió la puerta. Marina se la quedó mirando, pues la muchacha no articuló palabra.
Antes de que pudiera decir quién era, oyó una voz detrás de ella:
—Es muda. Oye todo lo que se le dice, pero no podrá contestarte a nada de lo que le preguntes.
La voz venía de una mujer algo alta, vestida de negro y que llevaba el pelo recogido en un moño en la cabeza. El aspecto siniestro de la mujer que le hablaba no discernía mucho de la estancia que asomaba tras la puerta de la calle. Apenas había luz natural, el lugar era más bien oscuro, pero se apreciaban unas anchas escaleras justo tras ella desde por donde, probablemente, había bajado; escaleras estas que debían de llevar a los pisos superiores.
—Me llamo Marina —dijo— y vengo recomendada por doña Claudia.
—Pasa para dentro, aunque te esperábamos ayer.
El gesto serio y las palabras secas hicieron sentir incómoda a Marina. Mientras tanto, oyó el ruido de la puerta al cerrarse, y Jacinta, la muchacha que le había abierto hacía apenas unos segundos antes, se colocó a su izquierda, sin dejar de mirarla.
—Lo siento, señora, pero...
—No me interesan tus razones —la interrumpió—, Jacinta te llevará a lo que será partir de ahora tu habitación. Encima de la cama encontrarás lo que será a partir de ahora tu uniforme, que procurarás tener limpio en todo momento. Cuando te hayas instalado, Jacinta te llevará a la cocina y allí recibirás mis instrucciones. ¿Ese es todo el equipaje que traes?
—Sí, señora.
—Está bien. Márchate ya. Dentro de media hora, espero que ya estés lista.
Jacinta, pues así entendió Marina que se llamaba la muchacha que le había abierto la puerta, la agarró de la manga del vestido y le indicó que la siguiera.
Cogieron camino por un pasillo que asomaba del lado izquierdo de las escaleras. Apenas unos metros, este daba la vuelta a la izquierda y luego a la derecha. Se veía alguna que otra puerta. Dos o tres le pareció ver a Marina antes de llegar a la que debía de ser la suya. Ya no había más, por lo menos había una cama, un armario de dos puertas enfrente y una mesilla de noche. También había una ventana que Jacinta abrió para poder desplegar las contraventanas que estaban por fuera. La muchacha se volvió y le señaló la ropa que bien planchada tenía encima de la cama; entendió que aquella seria la que tenía que ponerse.
—Gracias, Jacinta —le dijo.
Pero la muchacha, sin tan siquiera mover un músculo de la cara, salió de la estancia sin antes cerrar la puerta. Marina echó un vistazo rápido y sin más se acercó a la ventana. Allí estaba la fuente de piedra. Su habitación daba al jardín. No era lo mismo que su casa en el páramo, pero al menos podía disfrutar de los olmos altos y vigorosos que se veían tras la ventana, un jardín abandonado y aquella fuente de piedra que tanto le había impresionado cuando llegó.
¿Qué pudo ocurrir para que aquello estuviera tan abandonado? ¿A quién pertenecía la casa y quiénes serían sus dueños? La mujer que la había atendido tan secamente cuando llegó debía de ser alguien que trabajaba al servicio de la casa. No parecía que fuera la dueña. No. La señora sería alguien bien vestida, de porte elegante... con un agradable olor a un caro perfume, e incluso, hasta podría ser bella... «¿Habrá niños?», pensó. ¿Si los había, por qué no se oían sus risas y carreras por la casa? No. No debía de haber niños. La casa era demasiado silenciosa. Dejó sus pensamientos de lado y abrió las dos puertas del armario. Tenía perchas para colgar. Un altillo donde había una manta, que supuso sería un extra para la cama para las noches más frías y dos cajones en la zona baja del armario. De sobra. No tenía tanta ropa para llenar aquello. Colocó la falda y la blusa en las perchas, guardó en los cajones la ropa interior que traía y se dispuso a cambiarse de ropa. Detrás de una de las puertas del armario había pegado un espejo. Allí pudo contemplar su nuevo aspecto. Parecía alguien diferente. Apenas se reconoció.
Unos golpes en la puerta y Marina dejó de mirarse. Cerró las puertas del armario y abrió la de su habitación.
Jacinta la observaba con la misma expresión que cuando se había ido. Levantó las manos a la cabeza de ella y con gestos le hizo entender que debía recogerse el pelo en un moño. Marina le dijo que ya se lo había recogido en su coleta, pero la expresión de Jacinta denotó no estar de acuerdo con ello y, dándose la vuelta, le indicó que la siguiera.
Marina pensó que por las prisas que llevaba no se debía hacer esperar a quien fuera que la estuviera esperando.
Volvieron a recorrer el mismo camino que había hecho media hora antes. Atravesaron el  oscuro vestíbulo que daba a la puerta de la calle y siguieron por un pasillo hasta llegar a la amplia cocina de la casa. Allí, de pie, con las manos cogidas por delante y con el mismo semblante serio con que la había recibido, se encontraba la misma mujer de antes.

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