BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA

Cuando entró en la casa, cogió el tanque con agua fresca y le pegó un buen trago, mientras sus pensamientos le llevaban a otro lado, subió las escaleras del piso superior, donde estaba su habitación y entró en ella. Abrió un pequeño baúl que había arrimado a una de las paredes y sacó una pequeña caja, se sentó en el suelo y la abrió. Cada papel que había dentro tenía el recuerdo de Marina, un dibujo que habían hecho a la sombra de un árbol junto al río una tarde de otoño que habían ido con la escuela. Don Serafín les había mandado dibujar algo de lo que vieran por allí y se lo cambiaran luego con un compañero cualquiera y Diego, antes de que nadie se le adelantara, le dio su dibujo a Marina y ésta, que por entonces llevaba pocos días en la escuela, lo cogió y a cambio le dio el suyo. Años más tarde, gravarían sus iniciales en un árbol de aquél mismo sitio.
Luego, cogió su carta, aquella que le había escrito al poco de llegar a trabajar a aquella casa. No ponía mucho, salvo que la casa estaba rodeada por un jardín abandonado, que la regentaba un ama de llaves seca y seria que a veces intimidaba como queriendo dar más miedo que respeto, una muchacha muda y una cocinera rechoncha en carnes y agradables en palabras. Al mercado de abastos al que solían ir casi todos los días y el olor a mar.

Dobló la carta y pensó que él no conocía el mar, que jamás pudo salir de aquellos campos, de aquél lugar y pensó en ella, sintió una punzada en el pecho y dejó que las lágrimas recorrieran sus mejillas, lloró como un niño junto a la pared, apretó contra su pecho, aquella única carta que le había llegado de Marina y lloró... lloró hasta que echó de su pecho aquello que le ahogaba tanto.

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