DE COLOR NEGRO

Jacinto posó sus pies sobre la madera fría de la habitación intentando no despertar a María. Sabía que tenía el sueño ligero y últimamente apenas descansaba. Las fiebres del pequeño Marcos apenas le habían dejado un aire de descanso los últimos tres días, y ahora, oía su respiración y sabía que por fin su cansado cuerpo se había rendido a un profundo sueño. Contempló apenas unos segundos su rostro cubierto por los mechones de su pelo enmarañado, el mismo pelo que volaba al viento una mañana de primavera hacía ya unos cuantos años, cuando la vio por primera vez con el balde en la mano yendo a lavar al río. Ahora, a esas horas nocturnas, en las que aún el sol dormitaba tras la luna, la luz de ésta dibujaba claramente su figura sobre la cama y aquellos mechones que se extendían sobre la almohada dejaban apenas imperceptible su cara.
Salió de la habitación a hurtadillas, intentando evitar el sonido que sus pies dejaban en el silencio de la noche sobre el crujir de la madera. Se asomó a la cuna del pequeño antes de atravesar el umbral de la puerta y aspiró el aroma a eucaliptus que la piel del infante desprendía cuando depositó delicadamente sus labios sobre aquellas finas y diminutas mejillas. María había hecho lo indecible por bajarle la fiebre, así, que con el agua de aquellas hierbas, poco a poco le pasaba un paño bajo su naricilla y le colocaba compresas sobre su pecho. Aquél compañero de Asturias había venido el último fin de semana, después de ver a su familia, con una bolsa de hojas de eucaliptus. "Mételas en un litro de agua, cinco o seis hojas" -le dijo-  "y se las pones al guaje. Verás como sana en unos días, oh". Y María ni siquiera preguntó. Hizo lo que le dijo. Nunca le estaría lo suficientemente agradecida. Los pequeños morían sin apenas llegar a los dos años de vida y algunos ni siquiera al primero. No tenían médico, sólo el de la mina, pero ése sólo era para los mineros, no para sus familias. Apenas atendía a las gentes del pueblo si no se le pagaba y aunque alguna vez lo hicieran, ellos no tenían dinero para comprar aquellos remedios tan caros de la botica.
Cerró la puerta de la habitación. Debían estar muy cansados; en otras circunstancias María ya se habría despertado, aquél crujir de madera vieja era un soniquete acompasado. Encendió la luz de la cocina.  Sobre la placa, María había dejado el cazo con la leche para cuando él se levantara. Salió del cuarto donde los leños y el carbón se apilaban y cargando con unos y un cubete de carbón, volvió a entrar en la cocina. Removió con el gancho la placa, que se había quedado mustia y apagada, y volvió a darle su brío. María encontraría la cocina caliente cuando se levantara.  Se echó unas migas de pan en el tanque y vertió sobre él la leche templada. La nata espesa de la misma quedó en la superficie cubriendo los cachos de mendrugos. Una cucharada de azúcar blanco y removió. Era goloso, pero los tiempos eran escasos, así que se conformó y en apenas unos segundos dio cuenta de aquellas sopas.
Miró el reloj que sobre la trébede marcaba un hora en la que las gallinas aún no se habían despertado. La noche era fría, otra helada había dejado su tarjeta de visita y había cubierto de blanco todo el exterior. Se enfundó bien bajo la pelliza y subió los cuellos que le cubrieran lo más posible las orejas. Se puso la boina y agarró la bolsa que María había le había dejado cerca de la puerta, junto al gancho del que colgaba la pelliza. Sería el bocadillo de todos los días. Un bocadillo de tocino con cebolla envuelto en un grasiento papel de periódico. "Menos es nada" -pensó.

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