DE COLOR NEGRO ( II Parte)

Cerró la puerta de la calle asegurándose que quedaba bien trancada y bajó calle abajo hasta el camino que llevaba al puente. Debajo de la casa del tejado del tío Mauricio, se apilaban aquél grupo de compañeros intentando quitarse el frío de la noche arrimados  unos a otros mientras golpeaban con los pies el suelo, intentando evitar de éste modo que se les quedaran helados. Julián, apuraba el cigarrillo calada tras calada como si se le fuera la vida en ello. " A ver si dejas de fumar" -le dijo el "grupas"- "¡cómo sigas así no vas a durar mucho!". " A ver si tú te crees que vas a durar más que yo -le contestó-. Eso que chupas ahí abajo todos los días a lo mejor te crees que es mantequilla". "Eso si no acabamos debajo -dijo Andrés-. "Ayer no me gustó nada el ruido que venía cuando martilleábamos".
Era el pan nuestro de cada día. De lunes a sábado. Descansaban el domingo y aquél día era bendito, no por la misa sino por el descanso. El resto de la semana esperaban a la camioneta que les subía al pozo en aquél mismo lugar todas las mañanas; el viejo Mauricio ya les había amenazado en alguna ocasión con tirarles el orinal con las aguas menores si no iban a otra parte. El viejo se les quejaba de que le despertaban todas las noches con sus tertulias mientras aguantaban la espera. En alguna ocasión hizo hecho de sus amenazas llegándose a librar por los pelos. Ahora la casa estaba vacía. Se le había llevado su única hija, que era maestra en la capital a regañadientes y a sus pesares, pues el hombre en su casa hacía y deshacía, aunque las rarezas habían llevado a quejarse de él algunas personas al alcalde del pueblo.
Cuando la camioneta llegó, se subieron a ella uno por uno dejándose caer sobre la misma, sintiendo en sus posaderas el frío de aquella base metálica. "Para, tú..., Matías, rediez... un día nos matas..." -la voz del "grupas" había sonado alta en el silencio de la madrugada. Matías, había reanudado la marcha de la camioneta sin darle apenas tiempo a que éste se acabara de subir a la misma. Jacinto, sonrió levemente mirando a su compañero. Perdió la mirada contemplando la estampa del pueblo que se perdía entre apenas escasas luces en la oscuridad de la noche. Pensó en la mina y el pozo, en aquél lugar oscuro y negro al cual tenía que volver a bajar para seguir llevando aquellas escasas pesetas a casa. "¡Qué cruel es la vida!" -pensó. Cazurro se puso su padre en que tenía que ir al tajo. ¡Cuánto le hubiera gustado haber marchado con aquél secretario a la ciudad, cuando se lo propuso! "Cazurro y bien cazurro" -volvió a pensar. "El muchacho se queda aquí porque yo lo digo y ya está" -había dicho con aquella voz rotunda y ronca. ¡Y quién era el valiente que le discutía nada! Pensó en Juanillo, aquél rapaz había llegado hacía apenas un mes. Del campo en su casa, al pozo. Allí estaba, esperándole, a la puerta de la boca de la mina para coger la jaula como todos los días. Jamás bajaba hasta que él no llegaba. "Buenos días, Jacinto" -le dice con aquella sonrisa infantil que aún queda en aquél cuerpo de chiquillo. La camioneta ha llegado ya y los compañeros se han ido bajando de la misma, apenas son cuerpos fantasmales en la oscuridad de la noche empujados pro una sirena que despierta el silencio, llamando al tajo. "Buenos días, Juanillo" -le contesta devolviéndole la sonrisa.

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