BAJO LA SOMBRA DE UNA MENTIRA

Cuando las dos muchachas salieron de la casa, la lluvia seguía cayendo y el agua bajaba por la calle abajo como si de un riachuelo se tratara. No se veía ningún coche de caballos, pero sí alguno de los de motor. Algunas personas subían y bajaban escondiendo sus cuellos en los abrigos y girando los paraguas cada vez que el viento llevaba la lluvia en una dirección. Tras un fuerte relámpago, Jacinta se estremeció y se agarró fuertemente a Marina.
- No tengas miedo. A mi a veces también me dan miedo las tormentas. Con el cielo tan gris y los truenos es como si el diablo se adueñara de la tierra.
Jacinta se volvió a estremecer por las palabras de Marina y apretando el paso siguieron calle abajo para luego girar dos calles hasta llegar al mercado.
La plaza de abastos se encontraba casi vacía, sólo los tenderos de los puestos y alguna criada, casi nadie merodeando por sus calles, ni siquiera las señoras habían hoy salido para hacer la compra con sus criadas, se ve que por el temporal de lluvia y viento habían preferido dejar solas a éstas. Tampoco a los tenderos se les veía con ganas de dar voces ofreciendo su género.
Luis, el muchacho del puesto de flores, estaba apoyado junto a la barra de la pequeña cantina que había en el interior de la plaza. Allí no faltaba el caldo caliente cada mañana. Gertrudis, que era la mujer que lo regentaba, lo hacía de un día para otro, así cada mañana, después de colocar los productos en los puestos, los tenderos, antes de abrir, se acercaban a su barra para templar el cuerpo con un buen tazón de aquél delicioso caldo, el cual, algunas veces iba acompañado de un buen torrezno.
No era época de flores, así que Luis tenía que ganarse la vida descargando en el mercado los camiones o alguna furgoneta, así pasaba el invierno, consiguiendo alguna peseta, hasta que en la primavera volvía a su puesto de flores. Por entonces las señoras, bien vestidas y acompañadas de sus criadas, eran agradecidas y le solían dejar una buena propina cada vez que se llevaban un ramo.
Aquella mañana había madrugado como de costumbre para ser de los primeros en apostarse a la puerta de la plaza, pues solían cogerles por orden de turno, aunque a él, que era bien conocido por todos, siempre había algún tendero fijo que le llamaba para que le ayudase en la descarga. Después, con las pesetas en el bolsillo, se acercaba a la barra de la cantina de Gertrudis esperando ver a Marina, que casi todas las mañanas venía con Jacinta a hacer la compra para la casa. Había puesto sus ojos en ella desde aquella mañana que se puso por primera vez delante del puesto. Desde entonces intentaba llevarla a pasear alguna tarde de las que tuviera libres, pero siempre había obtenido por respuesta un "No, zagal, otro día ya se vera...". Sentía que cuánto más le daba largas más latía su corazón por ella.

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